El imbécil (parte 1 de 5)

Buenos días Personas, aquí os traigo «el imbécil».

He estado corrigiendo el relato de «El imbécil» y creo que ya está listo para presentarlo en sociedad, no es ni mucho menos la versión definitiva, pues aún hay cosas que cambiaré para la versión del libro, pero el mensaje y el contexto están como los quiero y eso es suficiente para publicarlo, os dejo con él, disfrutadlo.

 

«El imbécil»

Aunque mi nombre sea Daniel casi nadie me llama así: mis amigos prefieren utilizar el mote de «Allu», la gente que tiene menos confianza me llama señor Sotobosque, utilizando siempre el apellido en lugar del nombre y mis compañeros de trabajo suelen utilizar una retahíla de motes cariñosos de la índole de: «el flojo», «el vago», «el manco», «el dormido» y un largo etcétera, pero el más utilizado es el de «el imbécil».

Aunque ahora trabajo en una juguetería con taller propio llevo aquí menos de un año, antes era funcionario, aunque no del tipo que tramita documentos y otorga certificados, más bien del que caza monstruos y engendros. Oficialmente formábamos parte del ministerio de defensa, extraoficialmente teníamos cierta autonomía, por no decir que hacíamos lo que queríamos y como queríamos, a fin de cuentas éramos los únicos que podían hacer aquello, casi nadie nace con el don de ver espectros y mucho menos la capacidad de hacerles frente, por no mencionar los cojonazos que hay que tener para enfrentarse a un hijo de puta que mira dentro de tu alma, escrudiña tus miedos más horribles y te los escupe a la cara todos de golpe, añadiendo el hecho de que los espectros ya de por sí acojonan. La verdad es que el sueldo no era para tirar cohetes, el horario de trabajo no era regular y los conceptos de: «vacaciones», «día libre» o «festivo» brillaban por su ausencia. Pese a eso amaba mi trabajo, no sólo por el hecho de salvarle la vida a la gente, ni por el respeto que daba llevar el distintivo de «Agente del Ministerio de Defensa», es que joder, destruir mierda paranormal ha sido todo lo que he hecho desde que tengo memoria, lo único para lo que realmente tengo talento, y de repente, Europa entra en una crisis económica, empiezan los recortes sin ton ni son, primero educación, después sanidad, después se suben los impuestos, pero en Europa nunca tiene suficiente y pide más. Un día algún iluminado o iluminada se levantó y dijo: «a ver, estos Españoles no van a entrar en guerra y de todas maneras no nos compran muchas armas, pues que recorten en Defensa» y dicho y hecho, toda nuestra sección a la calle, sin ninguna otra compensación que un plan de reubicación laboral. El malnacido del asesor, os juro que hubiera matado a ese tío, me dijo: «tienes cara de chiste, ¿Que te parecería trabajar en una juguetería? No digas nada, la vena hinchada de tu frente me dice que te entusiasma la idea, te apunto al curso y en tres meses estás trabajando de eso, te llamarán para indicarte el día y hora que empiezas.»

¿Cómo que tengo cara de chiste? ¿Y qué cojones tiene que ver eso con trabajar en una juguetería? ¿Acaso se creía el tío con gracia, o peor aún, que en mi situación me iba a reír?

Sea como fuere parece que tuve suerte, de todos los miles de personas que formábamos el ministerio solo a unos centenares nos consiguieron trabajo, algunos cerca de casa, otros en la otra punta del país. El resto optaron por seguir haciendo aquello, como si de una empresa de seguridad privada se tratase, pero rápidamente el gobierno hizo dos leyes: la primera impedía recibir una compensación económica a cambio de matar cualquier tipo de ser sobrenatural, la segunda obligaba a todo aquel con capacidad de enfrentarse dichos seres a que lo hicieran, puesto que se amparaba en la ley de socorro y que era el «deber de todo buen español», resumiendo, que no solo nos violaron sino que encima nos hicieron pagarles los condones y les teníamos que dar las gracias.

Lo peor vino después, pasamos de ser personas valoradas por hacer un servicio a la comunidad a ser odiamos, temidos y despreciados. De la noche a la mañana nos convertimos en unos parias, ante esa situación muchos emigraron, los que no tenían motivos para quedarse, alguno se suicidó, llevándose por delante a unas cuantas personas, lo cual no logró otra cosa que acrecentar el miedo y el rechazo de la gente, por eso digo que yo he tenido suerte, ahora cobro más, aunque sea un destre en mi trabajo: en el curso apenas me enseñaron técnicas de venta, el montaje y reparación de juguetes estaba obsoleto y tuve que aprenderlo desde cero cuando llegué, por no decir que de las ocho horas que trabajo cinco son para limpiar la tienda y el taller del sótano, sobre todo ese puto taller, de seres sobrenaturales. Soy el único de allí que puede hacerlo y sospecho que me contrataron para eso, aunque para disimular me hagan hacer también otras tareas y creo firmemente que si a estas alturas no me han despedido es por eso.

Motivos ha habido muchos: reclamaciones de clientes, reclamaciones de compañeros, llegar tarde al trabajo, dormirme en el mostrador, insultar a abominaciones y pensarse un cliente que era para él, insultar directamente al cliente…

Supongo que mis compañeros tienen verdaderos motivos para odiarme, si ellos hicieran una fracción de lo que yo hago no dudarían en ponerles de patitas en la calle. Claro que si ellos hicieran lo que yo hago desde las 19 a las 23 no vivirían para contarlo o en el mejor de los casos acabarían encerrados en un psiquiátrico de por vida, rememorando continuamente espantosas pesadillas.

Un amigo me dijo que en el fondo lo que más siente la gente es envidia, de nuestra habilidades y por el hecho de saber que ellos viven en el mundo incompleto, puesto que no pueden ver, ni sentir, ni oler, ni tocar, ni saborear todo lo que nosotros sí podemos. Yo pienso que por eso pueden ser felices, la ignorancia trae la felicidad, aunque nos hayamos acostumbrado a toda clase de horrores en el fondo sabemos que no podemos bajar la guardia, que dormir toda una noche es un lujo y que nuestra vida está condenada a vivirse en soledad, salvo contadas ocasiones, nadie querría vivir con alguien que mata monstruos continuamente, porque eso nos convierte en monstruos de peor calibre, al igual que las cobras reales lo son porque comen otras serpientes. Y esto no se puede ocultar, porque en el momento en que algo ataca, respondes y entonces te delatas y tu ligue sale huyendo y jamás vuelve a llamar o te coge las llamadas o nada.

Hubo un día en la tienda que creí que no lo contaría: aquel día había sido muy ajetreado y el pasatiempo favorito de algunos compañeros antes de irse era meterse conmigo, se metían en como hacía mi trabajo y en que ellos se iban mientras yo tenía que quedarme currando cuatro horas más.

 

—Ese remache está mal fijado —dijo Sonia.

 

—Y esas patas están demasiado encoladas —añadió Pedro—, ese caballito se va a desmontar al primer golpe.

 

—¡Pero fíjate en lo que haces! —gritó Susana— ¡Le has colocado la cabeza al revés! ¡Presta más atención a lo que haces imbécil!

 

«A lo que le estoy prestando atención es a ese quebrantador fantasmal que tenéis sobrevolando vuestras cabezas» pensé al ver a aquél engendro que tiene aspecto de ser un cuervo untado en una masa violeta que se ha solidificado y que ha cogido la apariencia de piel. De por sí esos seres no son peligrosos, pero si tocan a una persona pueden provocarle fuertes dolores, náuseas y fiebre.

Por sí el quebrantador no fuera bastante distracción alrededor del mostrador flotaban miles de polillas fantasma, las cuales brillan como bombillas y su aleteo emite un ruido muy similar a un portazo, pero más atenuado, y ciertamente tener treinta bombillas dando «portazos» desconcentra. Pero aún hay más, esa puta tienda parece un zoo de lo paranormal: hay un poco de todo, y no paran de dar por culo, ¡Así cómo voy a poder trabajar!

Finalmente llegaron las siete de la tarde, mis compañeros se fueron y bajaron las persianas, ese momento del día es cuando dejo de ser «normal» y puedo concentrarme en lo que de verdad se me da bien: cazar monstruos.

En realidad cazar no cazo mucho, todas las criaturas que pueblan esta tienda son en mayor o menor medida inofensivas, la mayoría del tiempo pasan desapercibidas para casi todo el mundo, aunque suelen salir a pasear cuando saben que no hay nadie.

Hay un grupo de duendes que se dedica a desordenar las herramientas, por llamar la atención, pero suelo ignorarlos, a menos que le prendan fuego a algo, cosa que suelen hacer cuando andan desesperados por algo de atención y yo ni siquiera me digno a mirarlos.

Es entonces cuando les tengo que dar una lección y los expulso de la tienda,  impidiéndoles, conjuro mediante, que vuelvan a entrar durante dos o tres días, podría hacer que no entrasen nunca más, pero entonces, además de ser cruel con los duendes, me quedaría sin trabajo. Todo lo que necesito es que las cámaras de seguridad capten como invierto todo mi empeño en arreglar los problemas que causan estas presencias indeseables y luego toca la ronda por el sótano, el cual sirve de almacén.

Detesto ir al sótano, es un lugar lóbrego y siniestro, por dónde campan a sus anchas monstruos a los que no me puedo enfrentar, ni menos estando solo, si alguno se me llegase a encarar no creo que viviera para contarlo, por suerte parece que nunca salen del sótano.

El lugar que más temo es el almacén que está situado tras un enorme y estrecho pasillo, en el otro extremo del mismo se encuentra la máquina en la que tengo que fichar, a veces me da tanto miedo estar ahí que espero de espaldas al almacén, para evitar que, sea lo que sea que hay ahí, no se sienta retado por mi mirada y me ataque sin piedad.

Sin embargo un día caí en la trampa de aquel monstruo. Eran las 22:58, yo esperaba de espaldas a que el reloj de la máquina dieran las 23:00, de repente oí el parpadeo de un fluorescente, resistí la tentación de girarme y entonces un enorme cardumen de peces diablo pasó a toda velocidad por mi izquierda, para atravesar una pared y desaparecer, algo les había asustado. Los peces diablo son muy parecidos a las pirañas, solo que tienen el tamaño de gato gordo y en lugar de carne o fruta se alimentan de la energía vital de las personas y si tienen mucha hambre de su alma, agradecí perderles de vista.

No tarde en oír una especia de trote amortiguado a mi espalda, me negué a girarme, en el reloj de fichar eran las 22:59, un minuto más y podría escapar de aquello que estaba asustando a todos los habitantes del taller subterráneo. El culpable del trote amortiguado pasó por mi lado, se detuvo mientras directamente a los ojos me miraba un lucércano. Los lucércanos son lo que la gente comúnmente llama «ángeles de la guarda», sólo que no son ángeles, más bien parecen un San Bernardo al que la radiación ha tornado un ser tan grande como un autobús de dos pisos londinense, suelen ayudar a la gente alejando los problemas de ellos, incluso se sabe de algunos que rescatan a personas de incendios o sacan niños de pozos.

 

—¡Sal de aquí idiota! —Gritó el enorme can con voz profunda y gutural—, ¿Quieres que eso se te zampe?

 

—Tengo que fichar antes de irme, sino…

 

—¡A la mierda eso que llamas fichar! —Gritó aún más fuerte el lucércano, interrumpiéndome—, ¡Si quieres morir haya tú, yo me marcho!

 

Y el lucércano desapareció por el mismo sitio por el que lo hicieron los peces diablo, de repente sentí una extraña vibración en el aire, los fluorescentes del pasillo parpadeaban sin ningún criterio, como si alguien les hubiese activado el modo discoteca. Por supuesto yo no los miraba, puesto que estaban en dirección al almacén y sabía que mirar hacía allí no traería nada bueno.

El reloj seguía marcando las 22:59, aquel puto reloj no tenía segundero, de modo que no tenía manera de saber si el tiempo se había detenido o solo me lo parecía debido a mi angustia.

De repente una voz se alzó entre el zumbido y parpadeo de los fluorescentes. Lo que decía esa voz me pareció ininteligible, como cuando vas en coche escuchando la radio y entras en un túnel que provoca que la voz del locutor se degrade paulatinamente hasta tornarse un murmullo que sabes que pretende ser un mensaje, pero cuyas palabras se te escapan en un eco cacofónico, agudo y chirriante.

”22:59, ¿Es una broma?» Pensé al mirar de nuevo el reloj de la máquina de fichar mientras notaba como detrás de mí el aire se hacía más frío y denso.

No pude evitar girarme instintivamente para encararme al peligro, ante mí se erguía la sobrecogedora figura de un espectro. Su altura rebasaba los dos metros, aunque carecía de piernas. Su color era azul, sin transparencias, estaba completamente materializado, sus garras, compuestas de dos uñas largas, de unos treinta centímetros aproximadamente, una uña intermedia y tres cortas, de la mitad del tamaño de las largas, eran de un color púrpura brillante, que a medida que se acercaba a las muñecas se iba tornando azul paulatinamente, hasta volverse del mismo tono de su piel en la parte donde la garra se unía al dedo, dando una sensación de continuidad a sus dedos-garras, las cuales, independientemente de su tamaño estaban afiladísimas. Su rostro era muy similar al humano, sus ojos reflejaban una infinita bondad, igual que la mirada de una tiene madre hacía sus hijos, cuando estos la necesitan. Su boca estaba plagada de dientes puntiagudos y serrados, como los de un tiburón, solo que los del espectro encajaban perfectamente los unos con los otros. Estos dientes eran también de color púrpura, y a medida que se acercaban a la encía, de un tono algo más oscuro que su piel, se volvían azules. El espectro carecía de labios, nariz y de cualquier tipo de vello facial, tampoco parecía tener pelo en el resto del cuerpo. La envergadura de su espalda era de más me metro y medio, su torso exhibía cicatrices, magulladuras y cortes, al igual que sus brazos, los cuales eran tan largos que sus garras no tocaban el suelo por apenas unos centímetros. Y todo él desprendía un aroma entre huevos podridos y libro viejo.  Por su color, tamaño y hedor supe que era un espectro anciano, que debía de haber luchado mucho contra otros espectros en peleas territoriales para llegar a esa edad, como demostraban sus cicatrices.

El espectro me sonrió, pero esa sonrisa solo significaba que estaba tensando los músculos de la cara para poder abrir sus mandíbulas y morderme, como una serpiente se enrosca antes de lanzar un bocado. Vi como su boca su abría lentamente, justo en ese instante sonó un pitido en mi Casio anunciando las 23:00. Sin apartar la vista de la boca del espectro acerqué mi cartera por el lado dónde guardaba la tarjeta de fichar al lector de la máquina, dos pitidos y LED verde visto de reojo, «fichaje correcto» pensé justo en el momento en el que me teletransportaba a mi casa, busqué el primer lugar dónde sentarme y me desplomé en mi vieja butacona,  blanco como la cera y empapado en sudor frío, aterrado como nunca he estado en mi vida, notando como el corazón me latía a más de doscientas pulsaciones por segundo, pensé que de un momento a otro me desmayaría, pero poco a poco me fui calmando, hasta quedarme dormido, de puro agotamiento, en la vieja butacona.

 

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