Megrez, capítulo 6

Megrez, capítulo 6.

Megrez

Megrez

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Megrez se fijó en el extraño artilugio que el hombre de pupilas circulares llevaba colgado del cinto: era como una especie de ballesta corta, cuya cureña acababa en un ángulo de noventa grados; la llave era pequeña y terminada en punta, en dirección adonde debía de estar el arco, pero en su lugar había una especie de campaña plateada:

 

Eso que lleva el humano raro es un arma – Dijo Megrez.

 

¿Cómo lo sabes? – Pregunto Heasse.

 

Mi alón de bastimento me lo dice – Contestó Megrezpero no alcanzo a comprender cómo funciona.  No dispara virotes ni flechas, sino energía, parece que viene de un cristal que tiene dentro.

 

¿Todo eso te lo dice tu alón o te lo inventas? – Pregunto Heasse.

 

Los Soreu no podéis entender a los Denowe – Contestó Megrez.

 

Eso no es cierto Megrez  – Dijo Heasse  algo ofendida – Que tengamos alones diferentes no quiere decir que no entienda como funcionas los tuyos, si me esforzase lo suficiente podría llegar a aprender cómo usarlos, igual que tú los míos.

 

 ¿Entonces crees lo que te digo? – Pregunto Megrez.

 

Sí, sí me lo creo, pero vas a tener que ser más detallado si quieres que entienda cómo funciona ese arma. Contestó Heasse.

 

Siento no poder ser más claro, aunque escucho lo que dice mi alón no soy capaz de entenderlo en realidad…

 

Siguieron al Rey Elan, al Mariscal Arrael y al hombre de extrañas pupilas hasta el puerto de Darlasari: allí les esperaba un barco tripulado por una veintena larga de personas. Uno de los hombres tendió una pasarela ancha justo cuando llegaron al muelle. Subió el monarca primero, esperó a que subieran sus dos acompañantes e hizo una señal a un miembro de la tripulación antes de que los tres entraran a los camarotes del castillo de popa.  Justo antes que subieran la pasarela lograron subirse Megrez y Heasse, y el barco soltó las amarras.

 

He notado la presencia de tu hermano, acaba de parpadearse en la ciudad con un humano y un yrteda. – Dijo Heasse

 

– Me parece ser que son amigos de Sagre. – Contestó Megrez.

 

De modo que es cierto, tu hermano está mostrando los alones a los mortales sin ningún tipo de reparo – Dijo Heasse.

 

¿Y qué tiene eso de malo? – Preguntó MegrezMis padres no le han dicho que no lo haga.

 

 Pues deberían – Contestó HeasseSi llama demasiado la atención puede ser un problema, mis padres dicen que le están preparando un juicio y que podrían condenarlo a morir.

 

Megrez se quedó mudo de la impresión que le produjeron las palabras de Heasse. No podía creer que su hermano hubiese cometido un crimen tan horrible para merecer esto: ¡Pero si había salvado la vida de varias personas!. Él había actuado bien, las leyes son las que están equivocadas; una persona bienintencionada que  ha velado por la felicidad y bienestar no puede merecer la muerte, es absurdo. ¿¿Qué clase de leyes castigan las buenas acciones?? Definitivamente el error no estaba en Sagre sino en las leyes de los iridianos, leyes muy viejas, obsoletas. No podían condenar a su hermano, ahora que Iria le había encomendado una misión no iba a permitir que le matasen; sería absurdo, como si una persona ordenase a su mano derecha cercenar a la izquierda.

 

¡No! ¡Te equivocas, tú, las leyes y todos los que las seguís estáis equivocados! – Dijo Megrez – Mi hermano actúa guiado por Iria, la fruta del rayo que ella le regaló lo prueba.

 

– ¿De qué estás hablando? – Preguntó Heasse.

 

 Mi hermano tuvo una especie de sueño anoche, en ese sueño le decían que Iria tenía planes para él.  Sagre debía hacer que los mortales veneren de forma más directa a los Dioses. – Contestó Megrez Aparte de eso Iria le dijo que los Dioses están contentos con él, que quieren que siga haciendo las cosas igual, y como premio recibió una fruta eléctrica. Nos la comimos entre él, mi padre y yo y plantamos su hueso en nuestro jardín esta mañana.

 

Eso cambia las cosas – Dijo HeasseSi lo que dices es cierto no hay ningún motivo para castigar a tu hermano, más bien todo lo contrario. Ahora deberíamos guardar silencio, no queremos que se enteren que viajamos de polizontes.

 

Y los dos Iridianos permanecieron en silencio arrinconados en una esquina de la cubierta, cerca de la puerta del castillo de popa. Tras dos horas de travesía marina el barco echó el ancla en mitad de alta mar: no parecía que hubiese nada en aquel lugar, nada salvo agua. Entonces el hombre de ojos extraños salió del castillo de proa, sacó de su bolsillo un pequeño aparato cuadrado, lo tiró por la borda , miró al mar durante unos segundos y volvió a entrar. Eso fue todo cuanto pasó.

 

Al cabo de unos minutos del agua emergió una especie de nave cilíndrica de metal con gruesas ventanas circulares. Parecía verse movimiento de muchas personas a través de ellas, en distintos tonos de azul.  Una pesada puerta de metal se abatió a un lado en una torre que sobresalía del cilindro, dejando ver unos goznes muy gruesos y una especie de rueda por la parte interior de la misma.  Salieron una treintena de seres de la nave.

 

Todos ellos, efectivamente,  tenían la piel azul, algunos de un tono más claro y otros más oscuro. Megrez y Heasse  se dieron cuenta de que los que tenían la piel menos azulada eran las más altas. Uno de ellos se puso delante de los demás: era bastante bajita, del tamaño de un weida masculino, no debía sobrepasar el metro de altura. Su piel era de un azul intenso, su esclerótica era amarilla como el trigo, carecía completamente de iris y sus pupilas eran dos espirales simétricas, que convergían en un el centro.

 

Nadie podría identificar a semejante ser como un humano, parecía un sapo: cada lado del cuello, a la altura de la boca, tenía dos pequeñas bolsas del tamaño de manzanas; en la cabeza tenía dos protuberancias, delgadas y redondeadas; sus brazos eran largos, tanto es así que sus manos llegaban hasta por debajo de las rodillas estando de pie; sus manos y pies estaban palmeados.

 

La tripulación azulada saltó del cilindro metálico al barco del rey Elan. Todos ellos portaban armas idénticas a las del hombre de pupilas circulares, las desenfundaron y apuntaron con ellas a los hombres del barco. Todo se quedó unos segundos en silencio: los humanos a las órdenes del rey no sabían que pasaba, mientras el extraño hombre de pupilas circulares había hecho salir del castillo de popa al Rey Elan y a Arrael. En cuanto estuvieron en cubierta y vieron a los seres azulados el rey se percató al momento de qué iba la cosa: aquellos seres estaban resentidos por el ataque a su ciudad en el continente de Madraí, un ataque hecho hace más de medio año, en el que su anterior mariscal dejó su puesto suicidándose con el mismo veneno que ordenó a sus hombres verter en el agua que acabó con la vida de cientos de seres, mujeres y niños incluidos.

El ser más bajo y azulado de aspecto de sapo miró a los ojos del Rey Elan, unos ojos que rebosaban furia, dolor y resentimiento. El rey reconoció inmediatamente quién era aquel ser: un superviviente del ataque ponzoñoso, tal vez el último. No hicieron falta palabras, las miradas que se dedicaron el rey y el ser mutuamente bastaron para decirse todo lo que se tenían que decir.

De pronto de las campanas plateadas comenzaron a salir rayos que impactaban en los humanos, electrocutándolos. Arrael se puso delante del Rey Elan para protegerle. Una feroz batalla acababa de comenzar, pero los humanos no tenían ninguna posibilidad: aquellas armas eran demasiado avanzadas y uno a uno iban muriendo, sin que nadie pudiera hacer nada. La vida de todos, incluidas la del Rey Elan y Arrael,  estaban sentenciadas.

 

La rabia y la ira comenzaron a apoderarse de Megrez: aquella lucha era desigual, los seres azulados iban a aplastar a aquellos indefensos humanos como si fueran hormigas. Cada grito de dolor y auxilio hacía mella en el iridiano, su sangre hervía de furia, sus músculos se tensaban solos, apretaba los dientes indignado, perdiendo poco a poco el autocontrol.

 

Hasta que de pronto Megrez decidió dejar de ser invisible, y apareció justo entre los seres azules y los humanos ya con su hacha en mano. Los seres no dudaron en dispararle los rayos también a él, le impactaron de pleno en el pecho: pero en lugar de herirle el iridiano acumuló la descarga en su mano izquierda, en forma de bola. Hubo un segundo de calma, mientras la bola eléctrica de la mano de Megrez crecía alimentada por los rayos que le seguían impactando en el cuerpo. Cuando la bola obtuvo el tamaño de una bala de cañón Megrez  la lanzó contra el cilindro metálico por el que habían venido los seres azules: el impacto eléctrico hizo saltar en mil pedazos aquella extraña embarcación, y la explosión mató en el acto a dos de aquellos seres.

 

Ahora no tenéis escapatoria, monstruos, y pienso encargarme personalmente de que volváis a las profundidades, en miles de diminutos trocitos de carne azulada y sanguinolenta – Dijo Megrez con una macabra sonrisa.

 

¡Megrez no! ¡No lo hagas! ¡Detente! – Chilló Heasse volviéndose visible a su lado, agarrándolo por el brazo derecho.

 

Ayúdame o no me molestes, no te doy más opciones. – Dijo Megrez mirando a Heasse con una cara tan deformada por la ira que hizo que su sangre se le helase en las venas.

 

Heasse soltó a Megrez que inmediatamente empezó a trocear a los seres azules con su hacha: con rápidos y precisos movimientos iba cercenando la carne, cortando los huesos, sajando la piel, disfrutando cada una de las heridas que infligía, empapándose de sangre ajena por primera vez; qué sensación tan placentera era aquella, notar una salpicadura caliente que se iba enfriando encima de él o de su hacha, coagulándose, indicando el fin de una vida, acompañada de unos gritos agónicos de clemencia, auxilio, suplica, dolor, ira, agonía… Melodía celestial para los oídos de Megrez.

Heasse estaba horrorizada: hacía poco que había luchado contra Megrez, en aquel momento no le pareció tan fuerte, pero ahora era muy distinto. Ya no luchaba torpemente guiado por la ira, ahora lo hacía guiado por un impulso clínico de matar rápida y eficazmente, como si para él matar fuese natural; como si las vidas de los seres azules fueran insignificantes. No pudo moverse, quiso sacar su espada, parar a Megrez, pero no pudo; por más que quiso y lo intentó no pudo, su cuerpo no respondía, estaba rígido por el miedo. Megrez la aterraba, dudó que aunque hubiera podido moverse habría sido rival para él. Se quedó mirando al suelo y lloró en silencio.

 

Mientras Megrez seguía con su masacre bajo las sorprendidas miradas de Arrael y el Rey Elan, uno de los seres azules desenvainó una daga e intentó cortar a Megrez con ella. Pero fue inútil, el iridiano cogió la mano del enemigo con su mano izquierda, apretó con todos sus fuerzas y con un fuerte crujido rompió todos sus huesos. El ser gritó tan fuerte y con una voz tan desgarrada y lastimera que provocó que Heasse mirase que estaba sucediendo. Justo entonces Megrez tomó la daga del ser del suelo y la clavó en su ojo: el ser volvió a gritar, esta vez de manera más fuerte y desgarrada. Cayó al suelo, en un charco de su propia sangre azul que cada vez se hacía más grande. Megrez recuperó la daga, la miró por un momento, toda ensangrentada de azul oscuro, y sin miramientos volvió a clavársela al ser, esta vez en el otro ojo; la desclavó y se la clavó en la garganta, en dirección a la frente. Megrez siguió cortando y clavando su daga en el herido y mutilado cuerpo del ser. Cuando ya no le quedaron fuerzas para quejarse el iridiano lo tiró de una patada por la borda, rompiendo costillas en un torso cruzado por decenas de puñaladas.

 

Entonces el humano de ojos extraños disparó su arma contra Heasse, la cual absorbió el rayo sin resultar herida: estaba tan impactada por lo que acababa de verle hacer a Megrez que ni siquiera notó el ataque. Recibió otro disparo, con el mismo resultado, pero esta vez Megrez se dio cuenta.

No fue el único.

 

¡Traidor! – Gritó el Rey ElanTú eres humano, deberías luchar con nosotros, contra nosotros.

 

Entonces el humano de pupilas extrañas disparó el Rey Elan, haciendo que cayera inconsciente: dándolo por muerto comenzó a disparar al resto de la tripulación humana que aún seguía viva. El último disparo lo dio ya muerto: Megrez le había cortado la cabeza con el hacha un instante antes, pero pudo apretar el gatillo una última vez. Su cuerpo sin vida golpeó el suelo y de él brotó un torrente de sangre rojiza. Ya solo quedaba el ser azul con aspecto de sapo, el cual arrojó el arma a los pies de Megrez.

 

Hemos perdido, lo reconozco, no fue de nuestro agrado tener que hacer algo así. Sabía que los humanos podíais llegar a ser devastadores, pero ¡Tanta crueldad!.  Jamás en mis setecientos años de vida había visto algo así.  Pero te advierto, joven: has ganado esta batalla, pero tarde o temprano volveremos. Emergeremos de las profundidades y os aplastaremos, no quedarán humanos en esta tierra, pagareis por todo lo que habéis hecho. – Dijo el ser azul.

 

Entonces Megrez se acercó al ser, puso su boca a la altura de lo que parecía su oído y le susurró lo siguiente.

 

Yo no soy humano, aunque lo finjo muy bien.

 

Entonces el ser azul dejó este mundo en un bruma de color cielo debido al alón de obliteración de Megrez.  Él y Heasse se parpadearon en Irdresma en ese mismo instante.

 

Cuando el rey recobró el sentido vio que los seres azules habían dejado con vida a solo cinco de sus hombres: suficientes para poder manejar el barco con grandes dificultades. Tardaron el triple de tiempo en volver al puerto de Darlasari. Una vez allí desembarcaron los cuerpos de la tripulación. Allí consiguieron resucitar a siete hombres, y los restantes fueron enterrados como héroes.

 

No obstante aun quedaba un gran misterio por resolver para el Rey Elan y para Arrael: ¿Quién era aquel misterioso niño humano y su amiga? ¿Cómo llegaron y se fueron del barco? ¿Acaso eran magos? Estaba claro que debían de serlo, pero la pregunta más importante era: ¿Cómo podían encontrar al chico? Sus habilidades de combate eran demasiado buenas como para dejarse escapar sin ofrecerle la posibilidad de formar parte de ejército.

 

Heasse parpadeó directamente en casa de sus padres en Irdresma, y Megrez en la plaza del pueblo, donde observó su reflejo en una fuente. No se reconoció en el reflejo, en su lugar había un monstruo muy parecido a él. Golpeó el agua, pero cuando esta se calmó el monstruo volvió a reflejarse en la superficie. Megrez golpeó y golpeó el agua, pero por mucho que lo hiciera el monstruo no dejaba de devolverle la sonrisa en el agua. Finalmente se sentó en el suelo, con la cabeza metida dentro de las piernas y la espalda apoyada en la fuente.

 

Soy un monstruo. – Dijo Megrez para sus adentros – ahora sé cómo se sintió Sagre aquel día en  que mató a aquellos humanos…

 

Y se quedó un largo rato, con la cabeza metida en las rodillas aceptando su condición de monstruo. Pensó en Heasse, sobre si era ella capaz de compartir su vida con un monstruo; si ella se convertiría en un monstruo junto a él, o si por el contrario, haría todo lo posible por evitar que él fuera un monstruo demasiado tiempo.

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