Megrez, capítulo 17.
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Tras unas horas de práctica Megrez había sudado tanto que ya apenas tenía fiebre; estando tan concentrado ya casi no podía sentir dolor. Lo que sí sentía era mucha hambre y sed. Antes de que dijera nada Yans les dijo que podían volver a casa a comer y que por hoy ya habían tenido suficiente entrenamiento. Aquello le pareció raro a Megrez, pero cuando miró hacia las montañas pudo ver el sol muy cerca de ellas, por lo que el anochecer estaba muy próximo: había estado tan concentrado en el entrenamiento que el tiempo se le pasó volando. Ni siquiera notó cuando el Saolstirgh volvió a su cuerpo a medida que fue digiriendo la baya.
Cuando llegaron a casa Díadra estaba esperando fuera, apoyada en la puerta, con cara de ligera preocupación: ella había notado el malestar de Megrez, pero aún así no fue a ver qué sucedía. Aquello extrañó a Heasse puesto que cuando ella había sufrido algún tipo de percance sus padres se habían parpadeado al instante allí donde ella estuviera. No entendía por qué los padres de Sagre y Megrez los dejaban solos haciendo sus cosas: era evidente que necesitaban tutela, puesto que ambos se metían en problemas a menudo.
Díadra corrió a abrazar a Megrez en cuanto estuvo más cerca de la casa; acarició su cabeza y le dio un beso en ella; de sus ojos brotaron lágrimas, pero sólo durante un instante, el suficiente para que Heasse pudiera verlo. Aquello la desconcertó aún más: si se preocupaba por sus hijos, ¿Por qué no hacía nada? ¿Por qué se quedaban ella y Phenatos quietos? No parecía haber una explicación lógica, o al menos ninguna que no pasase por que fueran unos padres negligentes.
– ¿Te quieres quedar a cenar con nosotros? – Le preguntó Díadra a Heasse.
– Oh, ¿Yo? – Preguntó la joven que aún seguía perdida en sus pensamientos.
– Sí, tú – Contestó Díadra con una sonrisa – Sabes que en mi casa siempre eres bien recibida.
– Gracias, me apetece mucho cenar con vosotros, pero quiero ir primero a decírselo a mis padres. – Contestó Heasse.
– Tus padres están dentro, cenarán con nosotros. – Contestó Díadra con una sonrisa aún más amplia y sincera.
– En ese caso supongo que les parecerá bien que me quede a cenar aquí. – Contestó Heasse devolviéndole la sonrisa a Díadra y añadiendo un guiño de ojo.
Ella entró a la casa, seguida de Megrez y Sádar. Yans se quedó fuera, mirando a Díadra. Ella le devolvía la mirada: ambos permanecieron en silencio un largo rato, mirándose con caras inexpresivas.
– Gracias por cuidar de Megrez – Dijo Díadra rompiendo finalmente el silencio.
– De nada, es mi trabajo. – Contestó Yans.
De nuevo se hizo el silencio entre los dos, que esta vez no duró mucho.
– Cuando me enteré que Megrez se comió las bayas me llevé un susto de muerte – dijo Yans – Lo he pasado realmente mal, llegué a temer lo peor.
– Y yo…– Contestó Díadra.
– ¿Y entonces por qué no has venido a hacer nada? – Preguntó Yans.
– Porque tenemos expresamente prohibido interferir en los asuntos de Megrez y Sagre – Contestó Díadra – Nuestra labor como padres se limita a darles techo, cama y cobijo; y si ellos nos piden ayuda directamente hacer lo menos posible.
– ¿Y quién tiene potestad para prohibir a unos padres que cuiden de sus hijos? – Preguntó Yans algo incrédulo.
– La misma potestad que te ha mandado aquí. – Contestó Díadra con frialdad.
De nuevo se hizo el silencio, esta vez duró unos segundos, lo que tardó Yans en adoptar forma humana y abrazar a Díadra.
– Entiendo cómo debes sentirte Debe de ser horrible tener que criar a tus hijos con tantas reglas y restricciones ajenas. – Dijo Yans.
– ¿Tú tienes hijos? – Le preguntó Díadra.
– No. – Respondió Yans – Aún no es el momento.
– ¡Entonces no puedes entender como me siento! – Respondió Díadra – Tú no sabes lo que es sentir cómo unas vidas aparecen dentro de ti, cómo crecen y toman forma; cómo sus corazones empiezan a latir, mueven sus manitas, toman de ti lo que necesitan para vivir, dan pataditas; para que justo en el momento que los ves y los tienes finalmente en tus brazos, te digan que no puedes jugar con ellos, o buscarlos cuando sufren lejos de ti. Es peor que si te los arrebataran de las manos…
Yans se quedó callado abrazando a Díadra, notando como ella lloraba y lo abrazaba con fuerza. Mirando al interior de la casa pudo ver a Heasse en el recibidor. Ella había estado allí durante toda la conversación y ahora se lamentaba de haberlo hecho. Yans le lanzó una tierna mirada e hizo un gesto con la cabeza para indicarle que se marchase a otro sitio para que Díadra no la viera.
– ¿Y quién te dijo que no podrías ejercer de madre con tus hijos? – Preguntó Yans
– Mi madre, Adén. – Contestó Díadra.
– Ella de nuevo, me lo temía. – Contesto Yans – Cuando supe que ella era tu madre me quedé muy sorprendido. Ella es una leyenda en el Cirtro.
– Pues para los habitantes de Irdresma mi madre no es más que una loca con demasiada imaginación, que se dedicaba a plantar melocotoneros lilas y a contar historias de batallas sin fin. – Contestó Díadra.
– Pues para mí era la persona más fuerte, justa y honorable que jamás he tenido el placer de considerar amiga. – Dijo Yans – Y también la más cuerda que jamás he conocido.
– Gracias, me alegra oír que yo tenía razón y que mi madre no estaba loca – Contestó Díadra – Pero me frustraba mucho cuando la gente intentaba golpearla y ella no hacía nada. Podía haberlos destruido a todos, pero se limitaba a encajar el golpe, como si no doliese nada en absoluto.
– Es que no le dolía nada, literalmente los ataques de aquella gente eran tan inútiles como intentar partir una roca con una cuchara: por mucha fuerza que se emplee la roca no va a notar nada, pero la pobre cuchara acabará hecha trizas. – dijo Yans.
– Pues mi madre tenía incluso la consideración de hacer que a sus atacantes no les dolieran los golpes. – Dijo Díadra.
– Bueno, eso es tener consideración, ¿Acaso tú fulminas a los mosquitos que intentan picarte? – Preguntó Yans.
– No, los dejo hacer. Jamás lograrán atravesar mi piel, ya se cansarán. – Dijo Díadra.
– ¡Exacto! – Dijo Yans – Para tu madre el resto de habitantes de Irdresma, al menos en cuanto a combate se refiere, eran como mosquitos. Peor aún, como una simple brisa de aire: no podían herirla de ninguna manera. Por muy estúpidos que fueran ella consideró que no merecían morir.
– Ya bueno, no les hubiera sentado mal una lección: hubieran resucitado al poco rato o a los pocos días como muy tarde. – Dijo Díadra.
– No, te equivocas – Dijo Yans – Sí tu madre los hubiera matado, lo hubiera hecho de manera definitiva: hubiera destruido su alma también, dejarían de existir, para siempre.
– ¿Cómo? – Preguntó Díadra – ¿Los Custodios podemos morir? ¿Morir de verdad, no de forma temporal?
– Sí. En determinadas situaciones nuestra muerte es igual a la de cualquier criatura mortal. – Contestó Yans.
– Entonces mi madre hacía bien en no devolvérsela a esos idiotas, no merecían morir así. – Contestó Díadra con nuevas lágrimas en los ojos.
Ella y Yans siguieron abrazados un rato más, hasta que Phenatos salió a buscarles. Cuando vio la escena abrazó a su mujer el también: utilizó su empatía para ver qué era lo que hacía llorar a su mujer. Entonces comprendió su dolor, un dolor que también era el suyo, pues como padre de Megrez y Sagre él también tenía prohibido influir demasiado en su educación. Los pocos momentos que compartió con Megrez años atrás enseñándole a usar su hacha habían sido una excepción: no habría más como esos. Ahora Yans era el único que podía enseñar a combatir a Megrez.
Phenatos también lloró, incluso Yans lo hizo. El sacrificio que Iria y Miices pedían a aquellos padres tal vez era excesivo, o tal vez no: todo debería de tener una explicación, aunque por ahora no parecía estar nada clara. Lo que sí estaba claro eran las consecuencias, pese a que Megrez y Sagre eran ajenos al sufrimiento de sus padres.