Megrez, capítulo 16
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Yans dejó que los dos iridianos hicieran una pausa: llevaban mucho rato luchando y parecían necesitar sentarse, comer y beber. Sin embargo no se lo iba a poner tan fácil: dado que eran dos y contaban con sus Alones, de nuevo Yans les dijo que debían de conseguirse el alimento y la bebida. El asunto del agua era fácil: un desvío del rio Nahará, que se encontraba bordeando el límite este del Bosque del Hueco Lamento, corría por el interior del bosque, atravesándolo en perpendicular y volviendo de nuevo al río Nahará justo antes de la punta norte del bosque.
Dicho afluente, llamado Ráfid, estaba lleno de peces, por lo que Heasse pensó que sería un buen lugar para obtener agua y comida.
Llegaron ambos a la orilla del río: sus cristalinas aguas de lento correr emitían un leve murmullo junto a los cantos rodados que cubrían su fondo. La chica Iridiana se metió en el agua pese a estar muy fría, pero gracias a un alón no lo notaba. Megrez sin embargo notó la glacial temperatura del agua proveniente del deshielo reciente.
– ¡Uf! – Exclamó Megrez – ¡Este agua está helada! No sé como lo soportas…
– Eres un exagerado. Y no grites, que espantas los peces. – Contestó Heasse.
– ¿Puedo ayudarte a cogerlos? – Pregunto Megrez.
– Sí. Busca una roca que tenga agua por debajo y mete las manos – Dijo Heasse – Si notas algo atrápalo rápido, que los peces son muy escurridizos.
– ¿No puedes usar tu intra-visión para ver bajo qué rocas hay peces? – Preguntó Megrez.
– No – Contestó Heasse – De momento sólo puedo ver a través de ciertas cosas y con cierto grosor.
– ¿Y qué sucede si intentas usar tu intra-visión en el agua del río? – Preguntó Megrez con curiosidad.
– Pues que se torna opaca y no puedo ver a través de ella. – Contestó Heasse.
– ¿Cómo puede ser que no puedas ver a través de algo transparente? – Preguntó Megez escéptico.
– Pues no lo sé, pero no puedo – Contestó Heasse – Me gustaría que además de hablar me ayudases de verdad a atrapar algún pez.
– No hace falta que seas tan tosca – Se quejó Megrez – Pues ahora no te ayudo.
– Haz lo que quieras, pero deja de quejarte, los peces huyen ante tus lamentos. – Contestó Heasse.
Megrez salió del agua, sin decir nada ni hacer ruido. Se sentó un rato al sol para secarse y entrar en calor. Dejándose caer de espaldas se tumbó en la tierra con los brazos estirados: la sombra de un árbol cubrió su cabeza. Con los ojos cerrados respiró profundamente. Al hacerlo notó un dulce aroma que venía de los proximidades.
Se incorporó para buscar el origen de aquel aroma tan delicioso, y observó que cerca de él había un arbusto, que debía llegarle por la cintura, cuyas hojas eran anchas, carnosas y en forma de pera. Sus frutos, que emanaban aquel aroma dulzón, eran de color azul intenso, y parecían estar cubiertos de una sustancia pegajosa de color azul eléctrico, cuya consistencia era similar a la de la miel.
Megrez cogió un puñado de bayas. Se dirigió hacía Heasse y le habló desde la orilla del río donde ella estaba metida, intentando conseguir algunos peces.
– Mira lo que tengo. – Dijo Megrez.
– ¡No, Megrez! – Gritó Heasse mientras corría hacia el joven iridiano – ¡No te comas eso!
Pero Megrez ya se había llevado el puñado de bayas a la boca.
– Están deliciosas, ¿Quieres que coja algunas para ti? – Preguntó Megrez.
– ¡Idiota, esas bayas se llaman Castigo de Custodio, pueden ser mortales si las come uno de nosotros! – Dijo Heasse alarmada.
Inmediatamente Megrez notó que algo salía con violencia desde su estómago, como si fuera una corriente de aire. Al llegar a cierta distancia intentó volver a entrar dentro de él, pero fue repelido. Tras varios vaivenes se quedó girando alrededor del muchacho: aunque Megrez no podía verlo sí que podía notarlo.
Heasse lo veía y sabía lo que era: el Saolstirgh del joven iridiano estaba siendo expulsado de su cuerpo por la baya, pero la energía se resistía a abandonar al joven y quería volver a entrar en él. Sin embargo la fruta se negaba a dejarla volver: esto hacía que se quedase girando alrededor del estómago del muchacho formando una esfera de doce centímetros de radio, cuyo centro de situaba en el estómago de Megrez. El joven iridiano empezó a encontrarse mareado, no pudo sostenerse de pie y cayó al suelo.
Heasse se agachó a recogerlo, y al tocarlo notó que tenía una fiebre muy alta. Lo metió en el río, pero para cuando estuvo dentro ya estaba inconsciente.
– ¡Eh, mira! ¡Comida! – Dijo una voz muy grave.
– ¡Vamos a cogerla antes de que escape! – Dijo otra voz también grave
Megrez abrió los ojos y vio cómo unos seres de color gris intentaba cogerlo, pero sus manos lo atravesaban.
– Jo, la comida no se deja coger. – Dijo el ser de la voz más grave – ¡Déjate coger comida!
– Esta comida no está aquí, está muy lejos, sólo es una ilusión, dejémosla. – Dijo el otro ser.
Megrez observó que estos seres grisáceos tenían la cabeza en forma de pera, desprovista de pelo, tenían varios ojos dispuestos en la cabeza, a la misma altura, pero dando la vuelta en la zona de anchura media. No tenían nariz, sólo dos agujeros por donde parecían respirar. Tampoco tenían orejas, sólo un agujero en cada costado, de donde asomaba un mechón de pelo negro e hirsuto. Pero lo más sorprendente de aquellos seres estaba en sus extremidades: tenían dos codos en cada brazo y dos rodillas en cada pierna.
La primera de las rodillas miraba hacia atrás y la segunda hacia delante, lo que daba a las piernas una forma de «N» cuando el ser no tenía las piernas del todo estiradas. Sus brazos tenían más forma de «V» con el primer codo hacía adelante y el segundo hacía atrás. Aquellos seres no tenían pelo en el cuerpo, ni llevaban ropa alguna. Parecían estar escarbando en el suelo: de vez en cuando sacaban una especie de gusano luminoso y se lo tragaban.
A Megrez todo aquello le pareció repulsivo, puesto que los seres masticaban con la boca abierta haciendo mucho ruido, y algunas veces metían los dedos en la boca del otro para quitarle la comida.
Mirando a su alrededor el joven iridiano pudo ver que parecía seguir en el Bosque del Hueco Lamento, junto a la orilla del río, aunque todo era un poco más oscuro, como si de forma natural llegase menos luz a él.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí? – Le preguntó una voz de mujer.
– No lo sé – Contestó Megrez – Lo último que recuerdo es que comí unas bayas azules.
– Entonces has comido bayas de Castigo del Custodio. Uno de sus efectos es un viaje a este sitio. – Dijo la mujer.
– Pero soy incorpóreo. Esos seres no pudieron tocarme, dijeron que estaba muy lejos, que era una ilusión. – Contestó Megrez.
– La fruta ha drenado casi todo el Saolstirgh de tu cuerpo. Eso ha provocado que tu alma, tu mente y tu entraña se separen también. Tu alma y entraña siguen con tu cuerpo, pero tu mente ha acabado aquí: por eso eres consciente de todo lo que te rodea, pero no tienes presencia física aquí. – Dijo la mujer.
– ¿Y todo eso por comer unas cuantas bayas? – Preguntó Megrez.
– Sí, por algo se llaman Castigo del Custodio. Son muy peligrosas – Dijo la mujer poniendo su mano en la cabeza de Megrez – De hecho cuando vuelvas a tu cuerpo te va a doler mucho.
– ¿Y cómo es que tú sí puedes tocarme? – Preguntó Megrez.
– Porque yo sé cómo hacerlo. – Dijo la mujer.
– Hueles… a un perfume que me resulta muy familiar. – Dijo Megrez.
– Este perfume lo hago yo misma. – Contestó la mujer.
– Entonces eres la madre de mi madre, Díadra. – Contestó Megrez.
– ¿Cómo lo has sabido? – Preguntó la mujer extrañada – ¿Por el perfume?
– Sí, mi madre lo huele cada vez que se siente triste. Dice que le recuerda a ti, te echa mucho de menos. – Contestó Megrez.
– ¿¡Así que la condenada me echa de menos?! – Dijo la mujer sobresaltada – Con lo mal que nos llevábamos y las fuertes peleas que tuvimos…
– Entonces eres Adén de verdad, la madre de mi madre. – Dijo Megrez.
– Sí, soy tu… tu… no hay en nuestro idioma ninguna palabra para decirlo. – Contestó Adén.
– ¿Por qué no hay ninguna palabra para definir a la madre de nuestra madre? – Preguntó Megrez.
– Porque los Custodios sólo nos preocupamos de nombrar aquellas palabras que vamos a conocer – Dijo Adén – No tiene sentido tener una palabra así, ya que como Custodios sólo conoceremos a nuestros padres, pero no a los suyos.
– Eso es muy triste – Dijo Megrez.
– Tal vez, pero es práctico – Contestó Adén – Si quieres inventamos una palabra.
– Creo que podemos utilizar palabras humanas para eso, «abuela» y «nieto»: es más práctico. – Dijo Megrez.
– Me parece perfecto – Dijo Adén sonriendo – Tú serás mi «nieto» y yo seré tu «abuela».
– Una pregunta abuela – Dijo Megrez – ¿Eres tú la que se le aparece en sueños a Sagre?
Pero antes de que Adén pudiera contestar la mente de Megrez volvió a su cuerpo. A su lado estaban Heasse, Yans y Sádar mirándolo con cara de preocupación.
– ¿No podéis hacer nada? – Preguntó Heasse angustiada – Tiene cara de estar sufriendo mucho…
– No te preocupes, Megrez no corre peligro. Esta baya es peligrosa cuanto más fuerte es un Custodio, ahora mismo es imposible que muera. – Contestó Yans.
– ¿Y no hay nada para aliviarlo? Aunque sea un poco. – Preguntó Heasse.
– Me temo que no, tendrá que digerir la fruta y entonces dejará de padecer. – Contestó Yans.
– ¿Y cuánto puede tardar en digerirse? – Preguntó Heasse.
– Pues esta fruta en concreto puede tardar unos días, incluso una semana. – Contestó Yans.
– ¿Y si lo hacemos vomitar? – Pregunto Heasse.
– No servirá de nada – Contestó Sádar – El veneno de la baya ya está dentro, todo cuando podemos hacer es esperar.
– ¿Dónde estoy? – Preguntó Megrez confuso – Me duele todo el cuerpo…
– Tranquilo Megrez, estás con nosotros, te pondrás bien. – Dijo Heasse.
Megrez les dijo que había estado en un lugar muy parecido al Bosque del Hueco Lamento, pero con unos extraños seres de color gris. También explicó su encuentro con Adén, la madre de Díadra, así como el hecho de que habían adoptado las palabras humanas «abuela» y «nieto». Yans le contó que su mente había acabado en el semiplano superior, que es el lugar donde van las almas mortales cuando mueren, que en él habitan unos seres diferentes y que Adén debió de acudir a verlo en cuanto sintió su presencia.
Dado que su vida no corría peligro Megrez prefirió seguir con el entrenamiento, aunque le costase más. Pese a estar febril y dolorido siguió practicando el combate con el hacha. Yans observaba de cerca los movimientos torpes de Megrez, que poco a poco iban adquiriendo más precisión y fluidez: parecía que el Iridiano estaba totalmente concentrado en lo que hacía. Tal vez la baya le había afectado de una forma positiva y había mejorado notablemente su capacidad de atención, a pesar del dolor y la fiebre.